MARIANO FISZMAN

De noche, cuando todos los relojes daban las siete (las seis en invierno, las ocho en verano), se encendían las luces de la casa. Era otra antigua tradición familiar. Hasta esa hora nadie encendía las lámparas, y en ese momento se encendían todas, activadas por un complejo mecanismo inventado por el padre del señor Trucus.

Floreal estaba subido a un roble que se empezaba a llenar de bellotas. La corteza gruesa y áspera del roble raspaba la piel. Igual era un árbol amistoso, dócil como un gran perro viejo, que desde hacía sesenta años aceptaba a todos los chicos sobre sus ramas sin rebelarse. Floreal se estaba despidiendo de los pájaros, que se preparaban para hundirse en sus nidos hasta el día siguiente. Tenía pan duro para ellos en un bolsillo y en el otro guardaba piedras para sus colecciones. Desde el roble veía a la casa hundiéndose en la oscuridad. Quería averiguar cómo se iba la luz y adónde. Pero la espuma de la luz se deshacía imperceptible, como la de su bañadera, hasta que no ya quedaba ninguna burbuja.

Adentro, la oscuridad se refugiaba en los rincones. La señora Trucus, después de preparar la cena, dejó una fuente tapada con un repasador y se fue a caminar por el bosque. Desde su rama Floreal la vio alejarse, cada vez más chica, hasta que se confundió con los troncos. Del otro lado de los jardines vio a Selva, que era un poco miedosa y evitaba las penumbras, en la orilla del lago, rodeada de patos. Aunque no llegara a oírlos, sabía que los patos estaban graznando. Siempre pedían comida. Selva llevaba, como siempre, un libro en la mano. Y él, como siempre a las siete menos un minuto, empezó a contar para atrás a partir de sesenta: cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete...

A las siete en punto, la bomba de luz explotó.

- El jurado de Alija, Asociación de literatura infantil y juvenil argentina, le otorgó a Los trucus una Mención especial en la categoría Novela infantil 2014.