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DE LA TIERRA A LA LUNA, JULIO VERNE

De la Tierra a la Luna, novela, Julio Verne, ed. Losada, 2014

Traducción y prólogo: MF

 

 

De la Tierra a la Luna apareció en Francia en 1865, primero bajo la forma de entregas diarias en el Journal des débats politiques et littéraires, entre septiembre y octubre de ese año, y a fines de octubre como libro. La fecha llama la atención enseguida. Planear un viaje a la Luna ciento cuatro años antes de que se hiciera el primero (el de Armstrong, Aldrin y Collins de 1969, que ahora muchas hipótesis dudan de que haya existido sino como un montaje, como otra de las tantas versiones teatrales o fílmicas de este libro) y poner sobre el papel todos los pasos necesarios para realizarlo, es una hazaña que siempre se va a celebrar por su capacidad de anticipación, aun cuando Julio Verne no fuera el primero en imaginarlo, y él mismo cita a algunos de sus predecesores: Kepler, Cyrano de Bergerac, Bernard de Fontenelle y Edgar Allan Poe.

No es difícil imaginar el asombro de los lectores en 1865 a medida que recibían esas esquirlas cada día hasta juntar la historia entera, en una Francia que corría a todo vapor hacia el futuro, pero quizá sea mayor todavía, a esta altura del desarrollo de la ciencia y la tecnología, nuestro asombro admirado de los delirios que puede crear la mente, y que el tiempo muestre que esos delirios eran en realidad anticipaciones, la narración en pasado -para hacerla más verosímil- de lo que iba a pasar muchos años después. Para captar esas voces del futuro, la obra de Verne demuestra un oído singular. El que por momentos parece faltarle a sus frases toscas o a sentido de lo argumental, y que a pesar de eso, o quizá justamente gracias a eso, le da no tanto su fuerza -como podría hacerlo en Balzac cierta rapidez despreocupada- como su rareza. El estilo de Verne es su imaginación, y lo extraño de sus fantasías científico-literarias se apoya en esa escritura que aquí mezcla con naturalidad lenguajes técnicos y literarios, sátira, historia de aventuras y capítulos enteros llenos de datos concretos de diversas disciplinas. De la Tierra a la Luna lleva la imaginación a los confines del espacio, como en otros libros Verne la llevó a los fondos del océano o al centro de la Tierra, y para eso instala su base de lanzamiento en Estados Unidos con la guerra civil todavía fresca, más exactamente en la península de Florida, muy cerca de donde se crearía en 1950 Cabo Cañaveral, la base de lanzamientos de la Nasa.

La acción empieza en Baltimore -la ciudad de Poe-, donde una banda de excombatientes apasionados por las armas, reunidos en el Club del Cañón, “antes tan ruidosos, ahora reducidos al silencio por una paz desastrosa, se adormecían en los ensueños de la artillería platónica”. La paz es el drama de estos artilleros recauchutados con “patas de palo, brazos articulados, manos con garfios, mandíbulas de caucho, cráneos de plata y narices de platino”: “Un triste y lamentable día, los sobrevivientes de la guerra firmaron la paz, las detonaciones se apagaron poco a poco, los morteros se callaron, los obuses con bozal por mucho tiempo y los cañones, cabizbajos, regresaron a los arsenales, las balas se apilaron en los parques, los recuerdos sangrientos se borraron, los algodoneros crecieron magníficamente en campos ampliamente abonados, la ropa de duelo dejó de gastarse con los dolores, y el Club del Cañón quedó sumergido en una profunda inactividad." En tono irónico, los primeros capítulos cuentan la ocurrencia del presidente Barbicane de dispararle ya no a otro ejército sino a la Luna para terminar con esa inactividad, y la reacción de sus compatriotas. La imagen de las masas, muy presentes en el texto, es siempre exagerada, grotesca, llena de observaciones cómicas sobre los estadounidenses, pero también sobre los franceses y un poco sobre todas las nacionalidades (por ejemplo, durante las páginas que cuentan las reacciones de cada país ante el plan y sus aportes a ese proyecto fabuloso), mientras que los personajes principales están idealizados y son tan simpáticos como planos: Barbicane el buen padre noble y reflexivo, Nicholl el antagonista perfecto, Ardan el muchachito valiente y J. T. Maston el acompañante enérgico y bonachón. (El personaje de Ardan se inspiró en el fotógrafo Nadar, un precursor en esa época, al que Verne conocía bien. Hay incluso una foto festiva de Nadar, posterior al libro, vestido como proyectil y asomado a la boca de un cañón.)

Historia de camaradería entre hombres, como muchos otros libros de Verne, De la Tierra a la Luna excluye cualquier presencia femenina. Curioso, cuando tiene todo el tiempo en la mira a un astro que siempre estuvo asociado simbólicamente a lo materno, a lo femenino y también a la poesía. Aquí solo hay espacio para lo femenino en alguna que otra aparición de ese oscuro y luminoso objeto del deseo de estos valientes cañoneros: “La Luna se levantaba en el horizonte. Millones de hurras saludaron su aparición. Llegaba puntual a la cita. Los clamores subieron hasta el cielo; los aplausos estallaron de todas partes, mientras la rubia Febe brillaba apaciblemente en un cielo admirable y acariciaba a la multitud con sus rayos más afectuosos.” En cuanto a la poesía, ante la proeza técnica de construir semejante cañón y ante la grandiosidad de su objetivo, la escritura se reconoce insuficiente y lo repite a lo largo del texto, casi como disculpa o quizá para realzar todavía más esas hazañas: “Contar las dificultades de todo tipo que debieron vencer los ingenieros estadounidenses, los prodigios de audacia y habilidad que realizaron, la pluma o la palabra no podrían hacerlo”, “Ahora, contar la emoción que se adueñó de todo Estados Unidos (...) es una tarea por encima de las fuerzas humanas y que no podría emprenderse sin temeridad.”

Es que la historia principal del libro no es la de esos personajes ni la del astro al que le apuntan, sino la del cañón y de su proyectil: “La bala es para mí la más estrepitosa manifestación del poder humano; es en ella donde este se resume por completo; ¡fue al crearla cuando el hombre más se acercó al Creador!” Por eso los astros mismos son vistos como proyectiles dispersos en el espacio, y el telescopio con el que se atisban es una reducción del desmesurado cañón. Los capítulos dedicados a la Luna, y después a la astronomía, óptica, balística, mineralogía, metales, física, geología, construcción, química y mecánica, que se insertan a lo largo del relato y lo espacian, son necesarios para agotar todos los aspectos técnicos del asunto. Verne recurrió, entre otros, a astrónomos y matemáticos que lo ayudaron a formular una teoría científicamente posible de su invento: el enorme cañón que impacta un proyectil en el ojo de la Luna, como se ve en la ilustración de la película de Georges Méliès, otro precursor, en su caso del cine, que realizó una de las primeras adaptaciones del libro a la pantalla. Esa historia la cuenta un narrador súper omnisciente, enciclopédico, con humor y lucidez. Son notables, además de la del viaje a la Luna, otras visiones de Verne: una, risueña, de esos Estados Unidos obsesionados con las armas, el progreso, la guerra, el juego y el poder de la prensa, donde todo es grandioso comparado con Europa y espectacular, y otra, más amarga cuando se rasca la cáscara de la risa, de una humanidad que solo quiere siempre un cañón más y más grande y potente, deseo que pocos años más tarde iba a llevar a su país y a otros de los más “avanzados” del mundo a dos guerras devastadoras.

Los títulos de los capítulos son ocurrentes y elocuentes: Historia del cañón, La cuestión de las pólvoras, La fiesta de la fundición, ¡Fuego!, y el bello Himno a la bala, y los pasajes más poéticos cantan la exactitud de los cálculos, la precisión de ciertas operaciones prácticas sumamente difíciles ejecutadas a tiempo y con pericia, como “...el mineral de hierro, tratado en los altos hornos de Goldspring y puesto en contacto con carbón y silicio calentado a gran temperatura, se había carburado y transformado en fundición. Después de esa primera operación, el metal fue enviado hacia Stone’s Hill. Pero eran ciento treinta y seis millones de libras de fundición, masa demasiado costosa para despachar por ferrocarril; el precio del transporte habría duplicado el precio del material. Pareció mejor fletar barcos en Nueva York y cargarlos con fundición en barras. Hicieron falta sesenta y ocho buques de mil toneladas, una verdadera flota que el 3 de mayo salió del puerto de Nueva York, tomó la ruta del océano, prolongó las costas estadounidenses, embocó el canal de Bahamas, dobló la punta floridana, y el 10 del mismo mes, remontando la bahía de Espíritu Santo, fue a fondear sin averías en el puerto de Tampa”, hasta alcanzar momentos muy líricos durante la fundición del cañón, con todo el calor y el entusiasmo que provoca una creación tan memorable: “¡Y sin embargo no era una erupción, ni una tromba, ni una tormenta, ni una lucha de elementos, ninguno de esos fenómenos terribles que la naturaleza es capaz de producir! ¡No! Solo el hombre había creado esos vapores rojizos, esas llamas gigantescas dignas de un volcán, esas trepidaciones ruidosas semejantes a las sacudidas de un temblor de tierra, esos mugidos rivales de los huracanes y de las tempestades, y era su mano la que precipitaba, en un abismo cavado por ella, todo un Niágara de metal en fusión.”

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