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UN GOLAZO

Estos son algunos de los textos que escribí para ungolazo.blogspot.com, un blog dedicado al futbol que armamos con Alejandro Güerri y Fernando Aíta entre 2007 y 201o y al que se fueron sumando amigos como Federico Merea, Hilario González y muchos más.

 

 

POBRE MESSI

 

¡Pobre Messi! Pobre viejo Leo Messi. Sin temor a equivocarme, puedo asegurar que todos los que ayer estuvimos en Paysandú viendo la final de la liguilla clasificatoria para la Copa América Unida 2030 en algún momento sentimos y dijimos lo mismo: pobrecito... Quien alguna vez fue llamado el “Mesías” salió a la cancha con su aspecto de las últimas semanas: apático, los ojos gelatinosos, la lengua fofa entre los labios y ese gesto de tirarse el mechón hacia atrás que hoy, con la calva ganándole por goleada, resulta un tic esquizo escalofriante. Bajo la camisa listada blanca y marrón del Paysandú con el anuncio de cerveza Pilsen Gold se traslucía, sobre su panza voluminosa y su pecho hundido, la foto de la cara de Jennifer, su musa inspiradora, esa antigua novia de la infancia que tal vez vaya a ser siempre su amor imposible. La historia es conocida: el juramento en un terraplén del viejo y pobre Rosario, el viaje a Barcelona que los separó, la fama, el casamiento de Jennifer con un pedicuro, los millones de él, los hijos de ella, las cartas sordas y mudas, los dos mundiales ganados, las lesiones, la soledad, los años, siempre los años, y la puta pelota que cada noche busca otras piernas más jóvenes y más rápidas, y la hemiplejia sorpresiva del pedicuro y los nietos mellizos y Jennifer firme incapaz de abandonar a la familia justo ahora, y finalmente Messi que deja el Stars de Alaska y firma con el Paysandú con la ilusión de estar más cerca de ella. ¿Qué es cerca, en el amor? ¿Qué es lejos? Siempre estuvo a mi lado, dice Jennifer. Nunca pude estar con ella, llora él. Y la pelota como la Tierra gira. Y un día, entre las piedras, los pozos y las matas del campo del Paysandú, vemos a Messi deambular sin sentido. Rodeado de hostiles camisetas azules y amarillas, no la toca. O la pelota no le llega, o le rebota, o no se entiende con los compañeros, o el nudo en la garganta no lo deja respirar. Cuando hay un tiro libre, de donde sea, lo pide con la esperanza de que un gol le deje mostrar la foto de Jennifer que tiene entre el corazón y la camisa y besarla aunque sea así, pero todos mueren contra las sólidas barreras bohemias. El segundo tiempo lo encuentra pateando piedras al alambrado, totalmente desentendido del juego, insultado por sus propios hinchas. Al final del partido se sienta en el círculo central. El referí guyano le quiere tocar la cabeza para consolarlo y él en un gesto agreta lo esquiva y se come una roja insólita. Igual, el Paysandú ya quedó afuera. Pero eso a quién le importa. A quién le importa el resultado de un partido, comparado con esta estampa cruel de la vida. Sí, es verdad, este cronista debe informar que Atlanta le ganó a Paysandú tres a cero, que en el arco bohemio debutó sin sobresaltos el nieto de Gatti, que sus jugadores festejaron una victoria merecida con alegría genuina y en quince días viajarán a Colombia para enfrentar al Deportivo Betancourt. Dicho todo esto, por favor, ahora déjenlo callar.
Paysandú (uru) 0- Atlanta (arg) 3, informe de Lucas Fiszman para Macri Free Press International.

 

 

 

EL BARTLEBY DE LA NUEVA ANDALUZA
 
Soy un hombre aburrido que busca un poco de heroísmo. No tengo ninguna religión, no me espera el paraíso. No creo en Superman. No creo que los reyes hayan sido los padres. Ni siquiera soy hincha de algún club. Tengo una mesa casi mía en una esquina oscura del bar La nueva andaluza, y una silla con la forma de mi espalda desde donde engancho la tele en ángulo agudo atravesada por el reflejo de un tubo de luz. Miro todos los partidos. Tengo paciencia, tengo tiempo. La intensidad se hace esperar. Llega muy de vez en cuando, sino sería insoportable o sería otra cosa. Me considero una persona medida. Los otros clientes lo saben, y cuando me paro para gritar el gol del equipo que tiene dos jugadores menos y vuelco mi vaso de café en el brazo de un hincha del otro equipo nadie me pelea. Saben que el mes pasado o el otro vibré con la misma hazaña que ellos, y que los abracé gritando gol carajo y me quedé afónico discutiendo un penal dudoso que al final fue afuera. Me conocen los ojos llenos de lágrimas. Saben que necesito goles sobre la hora como un adicto necesita su merca, que necesito sí o sí que cada tanto un pibe que de madrugada carga bolsas en el puerto, se toma un tren y dos colectivos para ir a entrenar y mide uno cuarenta y seis, haga un gol de cabeza el día que debuta. Entonces, siento que algo por fin tiene sentido. Cuando el tubo se refleja en la pantalla apagada, y todos ya se volvieron a las casas, me aflojo, apoyo la frente en la superficie lisa y tibia de la mesa de fórmica y festejo el sueño.
 

 

 

LASZLO
 
Por ahi el nombre no les diga nada, pero el jueves se murió Daniel Laszlo.
Con Laszlo, llamado así, por el apellido, por casi todos, jugué al fútbol muchos años. En diferentes canchas. En la de Godoy Cruz y Honduras, principalmente, pero también, años antes, en el patio de Mundo Nuevo, y años después en las canchas de tierra de Warnes, y él seguramente en muchas otras a las cuales yo falté, abajo de autopistas y en clubes de Paternal y otros barrios y en plazas. A diferencia de mí, Laszlo era uno de los infaltables. ¿Me acuerdo mal o también en una época de noche en Villa Malcolm? Su pasión era grande. Zurdo. Enfermo del Rojo. Lento. Elegante. Cabrón. Laszlo jugaba abajo, una especie de seis pesado y sucio. Trossero. Te manoteaba. Trababa mal y se enojaba si decías algo. A mí lo que siempre me indignó era que robara los laterales. Iba y sacaba rápido y a cagar. Cortar del lado derecho, un problema. Pero podía salir jugando pelota al pie y apenas cruzaba la frontera del medio sacudir un puntinazo al primer palo arriba, o cruzarla con cara interna, arrastrando la pierna acompañando la trayectoria de la pelota, al segundo palo. Dice Javier (carrilero febril) que era un espectáculo ver cómo gritaba los goles. Dice también: lo buen tipo que debía ser Laszlo para que con lo cabrón y mala onda que era tuviera tantos amigos.
Después del partido elongaba, se ponía ese buzo negro o gris con capucha y me tiraba en la esquina de casa en el Renault once.
Lo conocí un sábado a la mañana de sol durante el mundial 86. Creo que fue el día que Brasil perdió con Francia por penales.
La última vez que hablé me dijo que Borghi podría haberle hecho una transfusión de grasa.
Al final tuvo tranquilidad y temple.

 

 

 

SOMOS LOCALES OTRA VEZ

 

(Sobre la reapertura de la cancha de Atlanta)
Más allá del origen de la palabra hincha, que te lo da internet en dos segundos: viene de un utilero de Nacional de Montevideo que inflaba las pelotas y alentaba mucho al equipo, y de la imagen de un Discépolo sacado que va a ser siempre el arquetipo del hincha, pero para mí, que este domingo sentí tanta alegría, ¿qué es ser hincha?
Por tres cosas canté todo el partido: club, apodo, barrio.
Por el apodo “Bohemios” me hice hincha de Atlanta a los once años (1976). Ya era Bohemio sin saberlo, porque deambulaba de equipo en equipo: Boca, San Lorenzo, y una simpatía con el Rojo tentado por un tío que me llevó a ver la final Intercontinental contra Ajax y me ofrecía todo el equipo y la pelota. (Otro día hablamos de la psicología del chico que renuncia al Boca de Gatti, al San Lorenzo de Scotta y al Independiente de Bochini y Bertoni para hacerse, o confirmarse, Bohemio).
El club son los colores. Ver toda esa gente caminando con las camisetas y los paraguas y los gorros azules y amarillos por las calles del barrio me aceleró. Uno empieza a caminar más ligero, aprieta los puños, sacude los brazos. Son las mismas veredas de todos los días cruzadas por una electricidad distinta. Esa relación del equipo con el barrio propio que en los clubes grandes se diluye y que la televisación suprime. Los colores, el ruido de los petardos, las canciones, las palmas, la marcha por el medio de la calle, el saludo del de enfrente, las tetas de las minitas que ves siempre en el súper inflando la camiseta. Lo grosso de jugar de local es que toda esa energía llene el lugar donde uno vive, no ahorrarse el viaje, ni que los jugadores conozcan las matas del área chica (otro día también hablamos de la utopía de la hospitalidad).
Y qué más: el sol, los goles, la bronca, las banderas, los abrazos con desconocidos, la amargura del gol del otro, el humo dulce de los porros, las fotos con celular, alguien que mea en un vaso, mi hijo que usa mi vieja camiseta de piqué, infla globos amarillos, hay palitos de frutilla, maníes, la montada, el referí hijo de puta, coca coca, los bomberos que nos manguerean, ganamos y las gotitas de agua refulgen trepadas al alambrado: fútbol igual fiesta.

 

 

 

SER SUPLENTE
 
Para algunos jugadores, el de suplente es un trabajo temporario. Unas semanitas, un par de meses, hasta que salga algo mejor. Después cuando entran se ganan el puesto, o por lo menos lo pelean. Otros, en cambio, hacen toda su carrera profesional como suplentes. En realidad trabajan años de compañero de pieza, bromista, rival de play, guitarrero, cebador de mate en los micros, consejero de juveniles y presentador de primas. Cambian de club y siguen siendo suplentes. En el precalentamiento, los titulares se apoyan en sus hombros para elongar. Corren al banco a abrazarlos cuando hacen gol (el suplente es fundamental como augur, terapeuta y cabalista). Si le toca entrar unos minutos, el titular le dice ¡vamos!, ¡huevos!, ¡meté!, poniéndolo en evidencia. La cámara, que ama la pasta del campeón tanto como las minitas, se queda con el tobillo vendado del titular y sus gritos nerviosos desde el banco. Aunque alcance a jugar unos minutos, al otro día los diarios no le ponen puntaje.
El suplente es una promesa que casi nunca se realiza. A su manera, la ilusión del fútbol los necesita. Por ahi sean útiles también en la vida cotidiana. Por ahi, más de un desocupado talentoso podría postularse con éxito como suplente: alguien que conoce bien las características y los movimientos de otro y lo reemplaza cuando es necesario. En caso de enfermedad, problemas de horarios, estrés, falta de ganas o bajo rendimiento, llamá a tu suplente. Estará esperando tu llamado en un banco de plaza, escuchando la radio con auricular y rascándose mientras repasa de memoria tu número de DNI o qué flores le gustan a tu mujer o cuanto nesquick le pone tu hijo a la leche.
Después pagále bien, mirálo a los ojos, decíle gracias y abrazálo fuerte. Se lo merece.

 

 

 
VENDAS

 

El primer indicio de que dejaba de ser joven, mucho antes de que soplaran vientos de calvicie y de tener que levantarme a mear en la mitad de la noche, fueron las vendas.
Todo empezó con el primer esguince de tobillo. Un sábado a la tarde, en la canchita de Godoy Cruz, choqué con un tal Cachi que era medio mala leche. Dos semanas después, cuando volví al vestuario llevaba en el bolso dos cilindros blancos que ya no me abandonarían. El médico me dijo: tobillera y venda, sí o sí.
Las vendas, me enteré, se compran en cualquier casa de deporte. Las tobilleras también, pero son más jodidas de elegir, tienen talles. Yo por ejemplo tengo una más chica que la otra y que me ajusta mucho. Pero no quiero hablar de las tobilleras sino de las vendas, si bien siempre vienen juntas y a su manera son una de esas “pequeñas sociedades” de las que hablaba el camarada Menotti en sus micros de fútbol auspiciados por Shell, creo, año 80-81 (donde lo veíamos hablarle mucho al pelado Díaz, mostrar cómo el que va a abrirse por la punta tiene que pasar siempre por ATRÁS del que lleva la pelota, y explayarse con voz de vodka sobre su máxima: “Para poder entrar hay que saber salir”).
Como todo lo que uno usa en la cancha, la venda tiene un régimen de uso particular. Por dos horas de trabajo, descansa el resto de la semana. Pero a diferencia de la camiseta o del short, esa semana no es del todo vacía y tiene sus vueltas.
Después de jugar, el cóctel venda-tobillera-media es venenoso, claro. Hay que desprendérselas con dos dedos y ponerlas a lavar urgente. No en el canasto del baño, al lavadero directo. Al balde.
Lavadas y secas, hay que dejarlas listas para el próximo partido. Lo mejor es plancharlas con plancha no muy caliente y enrollarlas. Eso me lo hacía, por la época en que las empecé a usar, una señora que venía a limpiar a casa y que tenía un hijo que jugaba de 4 en la tercera de Almirante Brown. Nunca nadie las dejó como ella. Gracias, Marta. Ojalá que tu hijo haya llegado a primera.
A las vendas sin planchar se les hacen pliegues a lo largo que en algún momento hay que eliminar, sino molestan. Bajando el nivel de exigencia, cosa que no recomiendo, se puede prescindir de la plancha. Nunca del enrollado. No hay nada peor que llegar nervioso al partido y sacar del bolso una tira de cuatro o cinco metros de largo que viborea por el piso sucio y húmedo del vestuario. A cada vuelta hay que recogerla y pasarla toda por encima del pie hecha un bollo, como esas banderas que se pasan por encima de las rejas que dividen la platea de la popular.
El enrollado se lleva bien con la televisión. Ya sea encendida, viéndola con un sólo ojo mientras los pulgares la hacen girar como quien arma un cigarro, ya apagada, parándose adelante del aparato y usándolo de apoyo. Recomiendo empezar alrededor de un lápiz o birome, que se extrae al final de la operación, y aplanar las arrugas sobre el techo de la tele con la mano libre. Es rápido y quedan bien.
Después, algunos las usan flojas, indicio de que no “ponen”. Otros se encinchan con enjundia y no se calzan la tobillera hasta que no ven su pie rojo como una tarjeta. Aconsejo, como para todas las cosas, un punto medio. Si hubiera que elegir, sin dudas: aprieten.
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