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EL MAESTRO

Incluido como presentación del libro de conversaciones entre Carlos Riccardo y Néstor Sánchez, El drama sin atenuantes.
 
"Néstor Sánchez era un maestro del lenguaje"
Hugo Savino
 
Néstor Sánchez empezó a escribir de chico, en la escuela. Redacciones, cartas, cualquier cosa: “tenía aptitud”. El padre escribía, y el hermano, menor, también iba a escribir. Cuando murió el padre, él dejó la secundaria para ir a trabajar. A los dieciocho años, un tipo que conocía, “un maestro de la vida”, le aconsejó que escribiera. Poemas de juventud y un libro de cuentos después negado[1] abrieron el camino para sus novelas. En esas cuatro novelas, publicadas entre 1966 y 1975, Néstor Sánchez inventó una escritura original, a favor de su voz y contra la narrativa convencional. Y a medida que su escritura se transformaba, él se iba escapando: de la beca, del Boom, del aburrimiento de la comunidad intelectual, de los países y hasta de la escritura (la tercera novela empieza así: “inútil toda pretensión de retenerlo...”). Siempre en la otra vereda de esa gente que, como le dice a Carlos Riccardo, “cree en todo, en la cultura, en la literatura”; el suyo era un proceso “de pérdida irreparable”. Para un escritor, esa contradicción puede ser productiva pero también peligrosa. Sobre todo para un escritor que, además, era muy “literario” (citas, referencias, máxima atención al lenguaje, escritura poemática) y cuyos libros son una buena muestra de la cultura del momento en que se escribieron. Pero Néstor Sánchez siguió su camino. Escribió mientras lo que aparecía en el papel lo transformaba, y cuando ya no tuvo sentido, dejó de hacerlo.
A Carlos Riccardo, a mí y a muchos otros, los libros de Néstor Sánchez nos marcaron como pocas veces pasa. Nos conmovió su poesía, su verdad. Después lo conocimos en persona y eso profundizó la marca. Se nos volvió maestro sin postularse y sin explotar los beneficios o maleficios del cargo, como esos maestros de la vida que él había conocido, tipos más o menos clandestinos con los que uno se cruza de casualidad en la ciudad y que tienen su refugio en una pieza llena de humo, de voces de vecinas, de tangos de radio y de libros apilados que para el discípulo encierran secretos inalcanzables. La figura del maestro es fundamental: “La vieja siempre nostalgia de guía”, le dice a Carlos Riccardo. Y cuenta que cuando escucha a alguien que dice “El maestro ha muerto y cada uno trabaja como puede”, la frase le produce una gran conmoción: “Caminé cuarenta cuadras bajo la nevisca, llorando, ¿qué me quería decir?”. En sus novelas, en las alianzas que unen a los personajes, dentro de la barra o banda nunca falta el maestro al que se le reconoce un conocimiento silencioso, como el título del libro de Castaneda que me llevé de regalo de su casa.
Por ahí porque vivió obsesionado por la idea de la muerte lo deslumbró tanto ese Don Juan que recomienda tener a la muerte como consejera. O quizá más que la muerte lo escandalizó la brevedad de la vida, ver el camión de ganado yendo al matadero y ver que en el camino la gente paraba a comprar aspiradoras en cuotas o a tomar cafecitos en velorios creyendo que eran de otros. La tribu dejó de contenerlo, las ceremonias estaban vacías. Puso el grito en el cielo, bien alto. Se ilusionó con una vida nueva y extensísima, a la altura de la que sentía por momentos en él. Después vino el desencanto y el silencio.
El drama sin atenuantes evoca otro título de Néstor Sánchez, La condición efímera. Son dos textos de su misma época todavía locuaz y por momentos exaltada y de “disyuntiva ética”. Este libro reúne varios textos de Carlos Riccardo alrededor de la transcripción de los diálogos que mantuvo con Néstor Sánchez en 1989 (ver "Nota a esta edición"). “Toques” cuenta cómo se conocieron y nos ubica en el marco de esos encuentros. "La estepa literal", de 1986, y que se publica por primera vez, es una lúcida lectura sobre el lugar de las novelas de Néstor Sánchez en la literatura de su época, algunos rasgos de su escritura, sus mutaciones y su relación con la ciudad, y el“Mapa musical” sigue los rastros del tango y el jazz en las tres primeras novelas.
El núcleo del libro, el diálogo entre ellos dos, es extraordinario. No tiene nada que ver con las entrevistas o reportajes convencionales a un gran escritor, no hay en él un ser consagrado que suelta verdades para que una oreja se extasíe en nombre del público. Carlos Riccardo no trata de averiguar nada ni pregunta para forzar respuestas. Las cosas salen solas, una lleva a la otra y el resultado es este texto a dos voces que, en un momento, Sánchez resume así: “Dos hombres se encuentran con la humildad necesaria en un punto dado de un país o de un continente dado para referenciar, en cierto modo, la incapacidad absoluta de encontrar consuelo al drama humano”. Léanlo con atención, es un tesoro que estuvo guardado muchos años y hoy tenemos la suerte de poder compartir.
 Y lean a Néstor Sánchez, una y otra vez. Abran sus libros en cualquier página para encontrarse con esa voz que “insiste en llamar acontecimientos a las cosas más insignificantes” y que con su ritmo de jazzero improvisador convierte en acontecimientos luminosos la vida de un montón de personajes con nombres de jugadores de primera C que se desplazan de Banfield a Caballito, de San Isidro a Villa Urquiza y de Mar del Plata a la isla Maciel por tantos barrios y calles de la ciudad que los terminan volviendo imágenes poéticas, como la calle Valdenegro, el pueblo de Ingeniero Maschwitz o cruzar Triunvirato desierta bajo el sol, y más tarde por toda América hasta Chicago, Manhattan, París. Toman trenes de día, taxis de madrugada, suben a un carro de mudanzas enganchado a una yegua, a un camión, a un colectivo de la línea 406, cruzan el Riachuelo como en algún momento cruzarán el Missisipi como cruzaron el Paraná para ver al poeta, o bajan en Once de otro colectivo que al chico que ingresa al Normal le parece un trasatlántico. No se establecen nunca, ocupan casas precarias, prestadas, prefabricadas, departamentitos de separado con demasiadas marcas de puchos en el piso, piezas en los fondos que se dedican a pintar torpes después que vuelven de la oficina y antes de hacer el amor. Toda esa vida llena de sol a quemarropa y lluvia tristona cabe ahí. Los proyectos, los bailes, los robos y los billares de mañana como bestias abandonadas. Pola Negri y Clara Bow. Un loro llamado Orsini, el perro que lame la olla en el baldío y esa yegua blanca que “mea llena de fe con las patas traseras bien abiertas”. La cabeza vendada de Apollinaire, la máscara de Dylan Thomas, Troilo, el tango, el jazz y Joyce, “porque todo parece destinado a la literatura”. En la selva amazónica, fabricando frenéticamente botones de cuero toda una temporada de lluvias tropicales, o en esa meseta que es el cementerio de Flores donde Batsheva, Giménez, María, los dos Yuyos, Orsini y Donald Gleason reunidos alrededor del cajón o féretro o ataúd de Felipa se pasan un ramo de crisantemos, una cala, un gladiolo, helechos, un clavel y una rosa en ronda grotesca hasta que a Giménez el viento le vuela el sombrero: léanlo hasta llenarse de vida.
 
[1] Escuchando a tu hijo.
 
Más sobre Néstor Sánchez en internet: visionesdesanchez.blogspot.com.ar
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