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EL DIABLO EN EL CUERPO, R. RADIGUET

El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet, ed. Losada, 2008

Traducción y prólogo: MF

 

 

La vida de Raymond Radiguet fue breve y excepcional.

Nació el 18 de junio de 1903 en Saint Maur, en las afueras de Paris, y murió apenas veinte años más tarde, en diciembre de 1923. Hijo del dibujante Jules Maurice Radiguet, desde chico frecuentó redacciones de revistas a las que llevaba trabajos de su padre. Así conoció a Max Jacob y después a Jean Cocteau, que fue su mentor y su amante más conocido. Con otra, llamada Alice, vivió el romance que más tarde transformaría en la materia de El diablo en el cuerpo.

Entre los quince y los veinte años, Radiguet recorrió casi todas las instancias de la vida literaria francesa. Participó de grupos facciosos, se rodeó de figuras del arte y la moda, ganó un premio, dinero, enemigos, provocó polémicas, escribió artículos en diarios y revistas (Le canard enchaîné, Sic, Dada, Litterature), dos volúmenes de poemas, Les joues en feu y Devoirs de vacances, una obra de teatro, Les pélicans, y dos novelas, El diablo en el cuerpo y El baile del conde de Orgel, publicada en 1924, después de su muerte.

El genio prematuro, el silencio precoz, la relación con el poeta mayor, son datos que tientan a asociar a Radiguet con Rimbaud. Pero, más allá de las valoraciones, la lectura de “El diablo en el cuerpo” desmiente cualquier semejanza literaria. El estilo de Radiguet es clásico. El tema de la novela es la pasión, una pasión amorosa casi maléfica, pero la escritura en ningún momento se deja llevar. Es clara e inteligente, analítica. Escrita en primera persona, el protagonista, un joven de quince años, cuenta su relación con una muchacha de veinte, casada, mientras su marido está peleando en la guerra. El diablo en el cuerpo es una gran historia de amor, pero no de cualquier tipo de amor, si es que hay diferentes, sino de ese apasionamiento particular que es el amor adolescente, hecho de audacia y timidez, de seguridad e inseguridades, descuidos y urgencias, lucidez e infantilismo, y todo tan intenso y fundido que no se distingue qué es cada cosa, ni si de verdad se trata de amor o no. La pregunta por lo verdadero de ese amor no abandona nunca al protagonista. La inexperiencia lo confunde y lo engaña. Pero el amor adolescente no considera la procreación ni la muerte, y recién después que termina, a causa de algo exterior, inmanejable, uno se da cuenta de qué se trataba. Ya es tarde. Todavía más si la que pone las cosas en orden es la muerte.

El texto esta construido sobre la base de algunos recuerdos infantiles y el profundo efecto que pueden provocar un río, el Marne, el gusto por la lectura, un amor de juventud y la guerra. De frases concisas, medido en metáforas e imágenes, sin embargo hay muchas que sobresalen por su fuerza y su capacidad de iluminar la trama, en especial todas las escenas en el río y las de la pareja acostada junto al fuego en la habitación oscura, rozándose, mirando el cuerpo del otro rodeado de llamas, mientras simulan dormir. “Era jugar con fuego”, advierte el narrador, el mismo fuego adonde se queman las cartas del marido-soldado y, más tarde, las del protagonista. La correspondencia, las oficinas de correos, los viajes en tren, los paseos por el campo, el tema del adulterio y la reflexión constante del personaje, afirman lo francés de la novela.

El ambiente que rodea y le da espesor a la historia es el de los suburbios de Paris, a orillas del Marne, durante la Gran Guerra de 1914, esa guerra tan presente en la literatura local de la época, y que va a sacar a Europa de su infancia con tanto dolor como al joven protagonista. La guerra aparece desde el primer párrafo, sin embargo la visión de Radiguet es excéntrica, y no pasa por las posiciones usuales, ni por el patriotismo, ni por la condena ideológica ni humanitaria. Desde un principio, el narrador anuncia que va a exponerse a los reproches de los lectores, y su punto de vista de la guerra será uno de los principales motivos. La guerra, para él, fueron “cuatro buenos años de vacaciones”. Quizás escribir y publicar esto en ese momento fuera intolerable para la sensibilidad mayoritaria. Quizás, el problema fuera que un chico, describiendo las efusiones patrióticas y las guirnaldas de flores y las cantimploras de los soldados rebosantes de vino, dijera que con la guerra “todos estaban contentos en Francia”. O ese tono juvenil, anti-hipocresía, anti-adultos (fraternidad entre congéneres, ridiculización de padres, profesores y autoridades), que lo relaciona con fenómenos posteriores, como el rock, y textos como El cazador oculto de Salinger y tantos otros. O quizás lo insoportable fue hacer pública esa suprema traición a la Patria que es amar y ser amado por la mujer de un soldado que está en las trincheras, dando su vida por la nuestra, y al que a cambio deberíamos poder asegurarle la castidad de su esposa. No habrá sido el único caso, lo que empeoraría las cosas, pero que además el autor tuviera dieciocho años, y que no fuera necesario perdonarle nada a su escritura, debió haber sido demasiado. El libro causó escándalo ya desde antes de aparecer, en marzo de 1923. Su editor, Grasset, se aseguró de que esto pasara. Cocteau lo ayudó. La juventud del autor y su condición de niño prodigio fueron explotadas comercialmente. La publicidad apeló a medios tradicionales, como la prensa, y a nuevas técnicas. En los cines, la filmación de Radiguet firmando el contrato de su novela aparecía en las Actualidades Gaumont, adonde era presentado como “el novelista más joven de Francia”. Se empezaba a vender un libro como se vende un jabón o una camisa. En mayo, un jurado adicto le concedió el Premio del Nuevo Mundo. El espíritu adolescente que impregna el texto fue usado como ataque y como defensa. Radiguet pretendía hablar “…no tanto en mi nombre como en el de una generación a la que se le conceden facilidades que sus mayores no conocieron.”. “Es un lugar común,” escribía en un artículo en Nouvelles littéraires, para defenderse de las acusaciones de inmadurez “y en consecuencia una verdad, y nada despreciable, que para escribir es necesario haber vivido. Pero lo que me gustaría saber es a qué edad tiene uno el derecho de decir: “He vivido” (…) Yo creo que a cualquier edad, desde la más tierna, hemos vivido y empezamos a vivir al mismo tiempo. Como sea, no me parece demasiado impertinente reivindicar el derecho a usar los recuerdos de nuestros primeros años antes que nos hayan llegando los últimos.”

En el cine, la novela tuvo dos versiones. Ya es clásica la francesa, de Claude Autant-Lara, realizada en la otra post-guerra, en 1947, con la actuación de Gérard Philipe, que aquí se conoció como El diablo y la dama. La otra es de 1986, del director italiano Marco Bellochio, con Maruschka Detmers, y es una adaptación libre también llamada El diablo en el cuerpo, expresión que debido a la popularidad de la novela, con los años, se terminó incorporando al diccionario Robert con la siguiente acepción: “Ser presa de pasiones carnales”. Este aspecto “erótico” de la novela, que la película de Bellochio resalta, en su momento fue otro de los ejes de la polémica, aunque Radiguet siempre negó las “acusaciones de libertinaje” y advirtió el error de “juzgar licenciosamente una obra en la que todo está dicho pura y simplemente”. Tenía razón, pero el título, tomado de un relato del mismo nombre de Giacomo Casanova, en el que éste cuenta su iniciación en los juegos de la pasión y el deseo con una muchacha de diecisiete años, su primer amor, cuando él tenía sólo doce, seguramente ayudó a alimentar tanto el escándalo como el malentendido, que durante años acompañaron a la leyenda de El diablo en el cuerpo.

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