MARIANO FISZMAN
EL FARO DEL FIN DEL MUNDO, JULIO VERNE
El faro del fin del mundo, Julio Verne, ed. Losada, 2010
Traducción y prólogo: MF
El Faro del fin del Mundo es una de las últimas novelas de Julio Verne. Publicada después de su muerte, en 1905, ese mismo año apareció por entregas en la revista Magasin d’Éducation et de Récréation. Sin embargo, como las otras obras póstumas de Verne, que fueron corregidas y a veces hasta rescritas arbitrariamente por su hijo Michel, su versión original recién se dio a conocer al público en 1998 por la editorial canadiense Stanké. Esa versión original es la que presentamos a los lectores en esta edición.
Julio Verne había nacido en 1828 en Nantes, uno de los puertos más importantes de Francia, más precisamente en la isla Feydeau, donde el río Loira desemboca en el Atlántico. La rama paterna de su familia estaba dedicada al derecho y la materna a la navegación, y él se crió entre barcos e historias de viajes. La geografía, la cartografía, los adelantos tecnológicos y la literatura lo apasionaron desde chico. Antes de los veinte años ya había escrito poemas y obras teatrales, pero obligado a seguir el camino que le había trazado su padre tuvo que abandonar sus aspiraciones literarias para estudiar abogacía. A los veinte años se fue a París, donde terminó sus estudios, aunque nunca ejerció la profesión. A pesar de la presión del padre para que volviera a Nantes a hacerse cargo del despacho familiar, de los rigores de la pobreza y del hambre, y del poco éxito de las obras que seguía escribiendo, algunas en colaboración con Alejandro Dumas hijo, el deseo de escribir se impuso. Durante años soportó todas las dificultades confiando en que en algún momento triunfaría, como Rastignac o de Rubempré, esos personajes de jóvenes con ambiciones literarias de las novelas de Balzac que Verne leía con admiración, así como las de Dickens. Sus lecturas de Saint-Simón y Fourier, de Poe y de las ciencias más diversas, y la amistad con dos personajes como el aventurero Jacques Arago y el fotógrafo Nadar, pionero de los vuelos en globo, lo encaminaron hacia la intuición de lo que sería “su” creación literaria: “la novela de la ciencia”. Son los años del nacimiento de los folletines, y Verne publica algunos relatos de viajes en el Musée des Familles. Hasta que en 1862 todas sus búsquedas y afanes se cristalizan gracias a su encuentro con el editor Jules Hetzel, pionero de las novelas por entregas. El primer libro que Hetzel le acepta es Cinco semanas en globo. Desde ese momento y por cuarenta años, unidos por un contrato que le garantizaba mucha plata a Verne y dos libros por año a su editor, quien lo orientó hacia el público infantil y juvenil, iban a ir apareciendo De la tierra a la luna, Los hijos del Capitán Grant, Veinte mil leguas de viaje submarino, La vuelta al mundo en ochenta días, La isla misteriosa, Las tribulaciones de un chino en China, y todas las otras novelas de la serie Viajes Extraordinarios.
El faro del fin del Mundo cuenta la historia de la construcción del faro más austral del mundo, en la isla de los Estados, confluencia de los océanos Atlántico y Pacífico y uno de los últimos brotes de tierra del continente americano. Ese faro fue erigido allí en 1884 a instancias del estado argentino para evitar los naufragios frecuentes en la zona. Al comienzo de la novela Verne describe con precisión enciclopédica tanto el faro como la isla, su geografía, su flora, su fauna y las asperezas de la vida en una tierra cubierta por nieve ocho meses al año, y después nos cuenta las desventuras del primer contingente de fareros, tres ex-marinos argentinos, Vásquez, Felipe y Moriz, encargados de encender la luz del faro cada atardecer y mantenerla viva hasta la mañana siguiente, para salvaguardar los barcos y las vidas de los navegantes que van a dar la vuelta al estrecho de Magallanes. En principio, Vásquez (el jefe) y sus dos camaradas deben permanecer tres meses en la isla deshabitada hasta que los reemplace su relevo. Una vez que el barco de la armada argentina, el aviso Santa Fe, los deja, con la condición de volver a principios de marzo con sus reemplazantes, y después de algunos días de trabajo satisfactorio, los fareros descubren que no están solos en la isla. Una banda de malhechores comandada por un jefe cruel y muy astuto llamado Kongre, que no desconoce el oficio de marino y al que secundan algunos nativos americanos y Fueguinos, vive refugiada en las cuevas de la isla. Desde sus costas atraen a los barcos mediante señales engañosas para hacerlos zozobrar y quedarse con sus restos. La banda de Kongre espera la llegada de un barco en buenas condiciones para abandonar la isla con las riquezas acumuladas. Ese barco finalmente llega, es la goleta chilena Maule. La banda se apodera de ella. Hasta aquí el resumen del argumento. No vamos a contar el resto de la historia por anticipado, que los lectores se embarquen por su cuenta en las peripecias de los personajes y en las vueltas de la intriga, que no son sutiles pero que se hacen vertiginosas hacia el desenlace, y le dan al relato una carga de otro tipo, emotiva y digamos que moral, donde Vásquez y Kongre se convierten en arquetipos del bien y del mal.
Esa oposición básica entre el bien y el mal, representados por Vásquez y Kongre, sin embargo por momentos se atenúa. Es cierto que las diferencias entre ellos son tajantes, y Kongre sobresale en maldad y crueldad (aunque el narrador no pueda impedirse admirar su inteligencia) y Vásquez es un ejemplo de bondad candorosa, valentía y temple. Pero ante la naturaleza y los barcos, los dos son iguales. Sus vidas son duras y ásperas como el medio en el que sobreviven, oscuras como las cavernas donde se resguardan, solitarias y frías. A su vez cada uno tiene un acompañante que lo secunda, y las dos parejas se parecen. Vásquez, el argentino bonachón, se alía al náufrago norteamericano John Davis, un patriota ansioso por vengar a sus compañeros, tan valiente como él, mientras que al extranjero Kongre lo acompaña el chileno Carcante, y la relación entre ellos es en cada caso igual de noble. Donde mejor se ve esa “humanización” de Kongre y su banda es cuando tienen que resolver problemas náuticos. Entonces el relato deja de señalarlos como villanos y se entusiasma, y entusiasma a los lectores, que también queremos que lo consigan, con la épica de sus esfuerzos por salvar el Maule, y con la aventura de repararlo y ponerlo a navegar. Dejan de ser asesinos desalmados y aparecen como simples hombres enfrentados a la adversidad de la naturaleza o ante un problema técnico a resolver. En ese punto, buenos y malos se igualan como las aguas de los dos océanos que se mezclan alrededor de esa isla.
A diferencia de otras novelas de los Viajes Extraordinarios, en ésta los personajes no se desplazan por el mundo adentro de una nave, cumpliendo ese sueño infantil que recrea el encierro hogareño a la vez que hace posible desplazarse mágicamente sobre el agua. Aquí están limitados al territorio de la isla de los Estados, aislados del resto del mundo y sometidos a condiciones de vida extremas. La imagen general del texto lo acerca a esas descripciones de paisajes náuticos llamadas marinas donde se agitan mares borrascosos y turbulentos, cargadas de grises oscuros, y donde un barco insignificante, lleno de hombrecitos que no alcanzamos a ver, no puede evitar que el mar lo sacuda a su antojo como un dios furioso. Los barcos tienen, como en toda la obra de Verne, un lugar fundamental. El Maule, que después va a llamarse Carcante, el Century y el Santa Fe, con ese nombre que muestra todas las esperanzas puestas en él por Vásquez y Davis, son tan protagonistas de la novela como sus personajes, y la descripción de sus partes y su funcionamiento es más exhaustiva que la penetración en los sentimientos o en las motivaciones de éstos. Por otra parte, el vocabulario náutico invade todo el texto, no sólo al referirse a las embarcaciones y sus partes o maniobras, sino también aplicado al paisaje o a acciones humanas.
Conocemos desde chicos muchas de las numerosas obras de Julio Verne, que fueron y seguirán siendo leídas en el mundo entero. Donde la lectura infantil dejó un hueco, el cine fue a llenarlo, y la cantidad de adaptaciones cinematográficas de sus libros es casi tan numerosa y difundida como ellos. El faro del fin del Mundo no fue una excepción, y el resultado fue la película La luz del fin del mundo, de 1971, con Kirk Douglas como Vásquez y Yul Brinner como Kongre, caras muy apropiadas para esos arquetipos de héroe y villano. Sin embargo esta novela, desde la imagen del ocaso con la que empieza hasta la de la luz del faro que vuelve a brillar al final, deja una impresión más oscura o menos inocente que otras de Verne, que ya cercado por las enfermedades y los años cierra con ella una vida entregada a la pasión voraz del saber y la escritura.